lunes, 24 de agosto de 2015

Mariquilla



Semanas atrás, tras el reencuentro con esa foto de una boda en la que yo aparecía de niño, posando como invitado junto a mis vecinas y otras paisanas, rememoré la presencia e importancia que tuvo en mi vida una de esas mujeres, María Delgado, cuando supe de su reciente muerte. Escribí estos tres primeros párrafos, que hoy remato con los finales:

“También vecina y responsable de que en esta foto –en la que ella no aparece, aunque muy probablemente estuviera entre los invitados– yo lleve ese polo marinero con un flotador y sus amarras bordados sobre el pecho, todo un símbolo de modernidad para la época –aunque a ojos de hoy cueste creerlo– en un pueblo andaluz que entonces no conocía más riqueza que las de la agricultura y la ganadería, porque la incipiente industria era puramente testimonial y si era de ámbito local todavía se miraba con cierto recelo.



Aunque Mariquilla –como era conocida en el barrio– realmente no aparezca en esta foto, sí lo está en sentido figurado a través de mí, y no solo por ese polo marinero del que no me habría vuelto a acordar de no haber llegado esta foto nuevamente ante mis ojos para levantar inesperados estratos de la memoria, sino porque su figura fue determinante en mi despertar a cierta sensibilidad, pese a que ella se haya ido de este perro mundo –sí, con perdón para los perros, muy perro es!– sin saberlo, y no porque yo se lo haya hurtado deliberadamente en vida, sino porque hasta que ha aparecido esta foto de su ausencia real/presencia espiritual yo no había reparado en todo eso que ahora ha aflorado: como ella era la vecina más moderna y atrevida, en mi casa delegaban en María cuando había que ir a comprarle rompa al niño, y aquí sigo intentando mantener el tipo a pesar de las canas, de resulta de aquellos vientos de modernidad que María removía sin saber que estaba cambiando profundamente mi despertar a unas sensaciones absolutamente irrepetibles..


No solo determinaba cómo debía vestirme, sino que María me introdujo en el gusto por escribir que ahora mismo desemboca en estos postigos que cuelgo a diario en FB: por entonces ella tenía novio haciendo la mili en el norte, muy lejos de Gibraleón –todavía recuerdo su nombre completo y su destino en un Regimiento de Armas Pesadas– y no sé por qué extraña razón era yo quien le leía a María las cartas que David le enviaba y quien a él se las contestaba, lo que me introdujo de golpe en un turbión de sentimientos inesperados a los que un niño de mi edad no solía tener acceso: de ahí quizás arranque el hilo pasional puesto en versos para muchas de mis canciones, demasiado escoradas siempre –¡ahora me lo explico todo!– hacia el melodrama”.


Cuando anteayer me llegaron de la mano de su hija Mila un par de fotos de María, de niña y de mayor, he recordado otro episodio que puede parecer irrelevante en sí, pero que para mí fue realmente definitivo: una tarde, mientras me bañaba Antonia López Lino –que por entonces cuidaba de mí como una segunda madre– apareció de visita María, que ya era adolescente y como de casa, feliz con una muñeca policromada tan alta como yo que le acababan de regalar, que me dejó fascinado al instante por su tamaño y vistoso colorido, porque yo era un mocoso y nunca había visto nada parecido en los días de mi corta vida. Tan fascinado debí quedar con ella, que me empeñé en que la muñeca se bañara conmigo y ellas consintieron en darme ese capricho sin caer en la cuenta de que la muñeca era de cartón –estábamos en los años ’50 y el plástico todavía estaba por llegar– y a los pocos minutos de baño ya estaba empapada de agua, deshaciéndose poco a poco y, por tanto, definitivamente arruinada.


Al comprobar que su muñeca había dejado de ser aquel juguete codiciado para convertirse en unos informes trozos de cartón flotando en el agua de mi bañera, el desconsuelo de María no tuvo límites y la pobre rompió a llorar allí mismo tan amargamente como todavía todavía yo no había visto llorar en mi vida.

Ahora que María ya no está para revivir conmigo estos episodios, si yo los recupero ahora y aquí colgándolo en FB es porque creo que es la mejor manera de prolongar y perpetuar su vida en el recuerdo de otros, antes de que Antonia y yo también nos vayamos a ese lugar desconocido de donde nunca se vuelve, y con nosotros estos recuerdos se pierdan ya para siempre. Y también para constatar que, con su llanto inconsolable de aquella tarde de verano, María le enseñó a aquel niño caprichoso la cruda intensidad de sus lágrimas cuando las provoca el dolor desmedido por una pérdida irreparable.

(Publicado por Pablo Sycet en su perfil de Facebook)

Imágenes:

María presenciando el paso de San Isidro, Pablo de pequeño, paseando en el Paseo, la casa donde se crió Pablo y una página de la exposición ‘Olontia’

1 comentario:

AJ dijo...

Una gran mujer, como tantas y tanas que se fueron, algunas demasiado pronto. La conocía de vista, de verla por la calle, igual que a su familia, y me da tristeza que cada vez se vayan más de los que he conocido o han sido amigos de mis padres. Por lo que cuenta Pablo, una mujer que deja huella. Mi más sentido pésame para sus hijas y el resto de su familia.