Sobre la visita del Papa a Madrid el pasado fin de semana se han vertido ríos de tinta. Mi opinión ya la dejé clara en otra entrada. Pero os traigo la de un amigo, Juan Ramón Villanueva, que, en su blog ‘Tiempo de curar’ (es médico, además de brillante escritor, como podrán comprobar) hace una más que interesante reflexión sobre este asunto:
Al margen de lo que ha sucedido en Madrid en estos días, del calor insoportable, de la insostenible vacuidad de una sociedad que se pelea consigo misma porque es muy capaz de ver la paja en el ojo ajeno pero nunca la enorme viga que porta el suyo, llevo más de media vida pensando en Dios, la Fe, la Historia y todas las influencias que, ignorantes de su influjo, la cultura heredada de nuestras raíces nos ha hecho ser lo que somos.
Es cierto que desde hace unos pocos años se ha intentado más que nunca confrontar los extremos más que asentarlos, fomentar las diferencias más que encontrar los puntos en común que siempre se tienen. Una forma de política astuta, tan eficaz como otra cualquiera, pero tan efectiva porque es muy difícil no dejarse convencer por alguien que nos dice, desde una posición de poder, que nuestros derechos prevalecen sobre los del resto, que siempre tenemos razón, y que nuestros deberes se diluyen en esa máquina ingente que llamamos Estado, simplemente porque le damos de comer. La degradación de la educación social (no hablemos de la escolarización, que estoy seguro que la gran mayoría de maestros y profesores están preocupados por las reglas con las que les obligan a jugar) es preocupante y genera, en este caldo de cultivo, esta marabunta de conflicto, desorden y demanda. La falta de cultura hace a un pueblo presa fácil de sus representantes, no en vano cualquier régimen dictatorial procura que su población se mantenga lejos de influencias intelectuales ajenas, pues una persona, cuando la dejan pensar, es capaz de cambiar el mundo (Arquímides era más que físico, es decir, meta-físico); y la inercia social, esa tendencia que todos tenemos a pedir sin dar nada a cambio, a vivir sin pensar, en un eterno estado de Peter Pan, no ayudan nada al crecimiento y a la maduración de nuestra forma de pensamiento y, por ende, de nuestras acciones diarias.
Ignoro si en la actualidad existe esa sociedad madura, llena del hartazgo del pensamiento, de los frutos físicos de la cultura, perfecta y por lo tanto finita. No hay ningún país, ni el más aclamado financieramente ni el más social, que haya alcanzado esa perfección anhelada. La violencia perpetrada en Noruega, el índice elevado de suicidios de Suecia, las cloacas oscuras de la estabilidad de Suiza, el mar de oro del que sólo gozan unos pocos de Mónaco, la dureza de una sociedad productiva que aún acarrea (quizá porque no dejamos de recordárselo) muchos fantasmas y un egoísmo creciente de Alemania, la sonrisa melancólica del mar de gigantes de Holanda; la fractura social, llena de brillos y de obscenos claroscuros de Gran Bretaña; ese volcán de grandes diferencias que es Francia; un navío perdido en una singladura demasiado extensa (como sus anhelos) que es Estados Unidos, y la banalidad política de España, demuestran que la Historia se repite pero que evoluciona y que aún estamos demasiado alejados de ese ideal de perfección, porque intereses egoístas y ajenos, y nuestra propia indulgencia, desean que así lo estemos. Que un autor, con cierta clarividencia, pretenda que la sociedad grite indignada ante el cansancio por la ineficacia de sus dirigentes y del ritmo que llevan las cosas, está muy bien. Que hordas de personas piensen que sólo un grito, unos aspavientos, una reunión neo-hippie, sean suficientes para producir en la conciencia de los gobernantes un cambio, está muy bien; resulta conmovedor en una visión panorámica, pero es tan vacua y tan inútil como los libros en los que han pretendido basar su credo de actuación. ¿Por qué todo es fatuo en el movimiento 15M y está destinado a fracasar? Porque no está basado en un cambio real, en un despertar de la consciencia. Es un grito de niño mimado, un clamor de hambre, de sueño; no es un cambio profundo de la propia sociedad. Leer las supuestas exigencias de un movimiento de tal magnitud roza lo increíble; es pedir lo de siempre pero a la vez mucho más. Un movimiento desvirtuado por poderes políticos, manejado en la sombra por poderes políticos, que da más de lo mismo porque pide más de lo mismo, está destinado a morir, flor de un día, como toda explosión de masas basadas en un arrebato apasionado más que un trabajo concienzudo y profundo.
No quiero decir que esas voces discordantes sean inútiles. Todo pensamiento revolucionario es necesario en el mundo. El problema está en que el movimiento de los llamados Indignados no conlleva esa revolución interior, ese deseo de mejorar, sino que clama por perpetuar una situación insostenible, y por mantener el status quo de una sociedad que no quiere pensar por sí misma y, por lo tanto, asumir sus propios errores y sus capacidades, evolucionar y crecer. La verdadera indignación no debería estar enfocada sólo hacia nuestros gobernantes, sino hacia nosotros mismos, como individuos y como sociedad, que han llevado a que esos personajillos de poca monta tomen las riendas de nuestros países, de nuestras políticas y dictaminen nuestros sufrimientos y nuestras capacidades. La verdadera revolución es interior, propia, individual. Y con esa palanca única que germina en nosotros mismos, aunados en sociedad, conseguiremos cambiar el mundo. Es decir: que nuestros dirigentes sean aquello que nos refleje y que su preocupación no sea subirse el sueldo, asegurarse una pensión más que aceptable ni viajar en primera clase, si no en trabajar por el bien común, desde el ayuntamiento más pequeño al más importante, por la estabilidad social (igualdad, que no igualitarismo), por la Salud y por la riqueza bien entendida (que no polarizada) y la unión, llena de diferencias y de contrastes, en un proyecto de vida común y generoso.
La Iglesia es una institución humana. Fundada por seres humanos, llena de sus errores y de sus estrecheces de miras, pero a la vez iluminada por sus sueños, alimentada por el trabajo anónimo y único de millones de seres que creyeron en ella, se polarizaron con ella y la llevaron a su exaltación y a su nadir. Como toda institución humana, poblada de fanatismos y de errores, pero también de buenas acciones y de reflejos de lucha y evolución real. La Iglesia es un símbolo más, tenga el credo que tenga, en el mar de la cultura del hombre. Y sólo es necesaria como parte integradora de la sociedad, pues el período de su poder fáctico y único, como el de cualquier Imperio, ha quedado atrás. Una sociedad evolucionada tiene sed de creencia, tiene sed de Fe. Porque tiene necesidad de trascendencia. La Fe en Dios (empleemos este término como genérico; otra palabra, por lo demás, muy en boga últimamente) está escondida en el interior de todos nosotros. Desde el ateo más recalcitrante hasta el gnóstico más convencido, el deseo de mejorar, el sentido del equilibrio, la lucha por sobresalir, el ansia de igualdad, la pérdida y el fracaso, nos llevan a ese punto último donde todo carece de sentido porque estamos rodeados de él, y en el que todos nos reconocemos y no hay diferencias y no requiere de credos ni de nombres: Dios. Hay personas que necesitan de una invención estructurada de la Fe y de Dios: las religiones están para eso, la Iglesia está para eso. Existen otras que hallan en el desbarajuste del día a día el centro de su estabilidad; otras lo encuentran en el estudio, otras en la actividad física; no pocas en la contemplación y el abandono. Todas son reflejos del mismo ojo, rayos de luz de la misma fuente, refracciones del mismo prisma. Por eso en Dios no se cree, en Dios se vive y se conoce, se suda y se sufre, se evoluciona y se toma consciencia, se reconoce y, a la vez, se inmaterializa, se pierde peso físico pero se gana dimensión espiritual; se pierden las palabras porque se gana en acciones. Y ese axioma que alguien muy sabio dijo ya hace tiempo: Por sus frutos los reconoceréis, toma verdadero cuerpo y gana en toda su auténtica verdad, dos mil años después.
Estamos en un momento único (sí: todos lo son) en el que el desarrollo de la sociedad nos permite y nos exige un cambio más interno que externo, nos obliga a evolucionar a la misma velocidad que la tecnología o la ciencia (ambas, manifestaciones de Dios como todo lo humano); al ser incapaces, o al no querer modificar hábitos de vida a los que estamos muy apegados, tanto individual como colectivamente, caemos en estos conflictos que nos rodean, nos vemos envueltos en revoluciones de inestabilidad y decepción, cuya única salida está en el cambio individual, en la toma de consciencia, en el empleo de nuestro temperamento para tomar las riendas de nuestra propia palanca de vida. Así como en un momento de la Historia un homínido decidió ponerse de pie e iniciar el camino de la bipedestación, ese cambio universal y profundo, así en este momento histórico único, nos vemos abocados a cambiar nosotros mismos, a encontrarnos con aquellas partes de nosotros realmente buenas, verdaderamente soñadoras, pero altamente exigentes y dolorosas, liberadoras y únicas, que nos obliguen a dejar atrás la eterna adolescencia en la que estamos encallados y vivir nuestra vida con la responsabilidad más cierta, la igualdad más certera y la generosidad más extraordinaria, libre de exigencias pero llena de ellas, cargada de responsabilidades pero ligeras y volátiles, y repleta de risas, la verdadera risa que hemos visto brotar tan sincera y tan generosa en aquellos ejemplos recientes que hemos tenido: la madre Teresa, el señor Mandela, entre muchos otros. Estamos en el momento idóneo, aquel en el que, siendo nosotros mismos más que nunca, dejamos atrás nuestros límites, construyendo una sociedad más equilibrada, más generosa, menos exigente y más trabajadora, es decir más madura, con sus problemas solubles, con los dramas de la vida diaria (vivir, morir, enfermar, querer, olvidar, perder, ganar) y la libertad de enfrentarnos a ellos no importan sus orígenes ni sus consecuencias.
Eso es Fe. Eso es Dios. Ese es el verdadero mensaje de todos aquellos pensadores, religiosos o no, que ha habido a lo largo de la Historia. Jesús no se equivocaba, como tampoco Platón o Mahoma o Buda. Abraham cedió mucho de sí antes de comprender, y Moisés se perdió en un desierto que era solo interior. No importa. El Paraíso se perdió, Mesopotamia desapareció, Egipto duerme el sueño eterno, la Atlántida se hundió, el Imperio donde no se ponía el sol se fragmentó; la Industria dejó tras de sí la estela del reino de la cultura pop; el mundo gira y gira y los mismos problemas, con otros disfraces, nos acucian hoy quizá con mayor agudeza (puesto que nos enteramos de todo y sabemos hoy, en la unión de la comunicación, lo que ocurre en el rincón más escondido del planeta) pero que la Humanidad ha encarado desde el principio de los días y que la ha llevado hasta donde estamos hoy, cansados quizá, decepcionados quizá, pero todavía en pie.
Las reuniones de estos días traen ese mensaje. Dejemos a un lado la parafernalia, la liturgia, la manifestación externa. Todo eso no es más que adornos del ego humano. Y la lucha opuesta es un error, pero su mensaje también está muy claro. La Vida real está muy unida a la Fe: la esperanza de un mundo mejor, reflejada en esas personas que admiramos por su serenidad, que nos contagian con su sonrisa y su energía (y que han luchado tanto por alcanzar esas cimas que no son más que meras estaciones de evolución). No hace falta que la ciencia diga que el acto de tener fe o la idea de Dios se formen en esta o en aquella parte del cerebro: no sabemos cómo funciona ese misterioso órgano que rige nuestras vidas. Como nada sabemos de nosotros mismos hasta que nos damos el permiso de luchar, de atisbar y de mejorar. Pero toda construcción humana lleva consigo un compromiso; toda responsabilidad además de prebendas, acarrea ciertas dosis de sacrificio; toda sonrisa, todo logro tiene tras de sí lucha, caída y pérdida. Todo acto humano está lleno de Fe, porque proviene de ese Dios que está dentro de todos y que nos sorprende a cada paso, como a los caminantes de Emaús.
En un periódico de tirada nacional, su editor reflexiona sobre si cree en Dios o no. Es una carta abierta, donde se muestra más real y cercano que nunca. Porque sus preguntas, sus justificaciones y sus demandas son las de todos nosotros. Y no es más humano por hacernos partícipes de sus dudas. Lo es porque tiene esas dudas. Y porque lucha, en su día a día y a su modo, por encontrar respuestas, por mejorar su vida. Y desde aquí me gustaría decirle que esa lucha, que ese afán, que esas interrogantes ya tienen respuesta, y están en su interior. Como están en el de todos nosotros.
Yo no necesito de una estructura secular y fosilizada para recordarme dónde está Dios. Jesús se indignó con los mercaderes del templo, con los sacerdotes de Yahvé, con sus propios discípulos. Quizá Él ha sido el primer Indignado de la Historia. Pero su irritación no nació, como la nuestra, de querer para sí cosas que nos harían más felices, o más fáciles la vida. Su indignación nació de su cansancio por ver que, pese a su magnífico ejemplo, la Humanidad tendía a la molicie, tendía a dejarse arrostrar por su propia comodidad. Porque, como seres humanos, nos negábamos a darnos cuenta que en verdad somos grandes y generosos y que podemos cambiar. Su indignación y rabia ante nuestra pasividad y negatividad por nuestra grandeza, sirvió de acicate para esa regañina y para esos azotes a nuestro espíritu dormido. Él creía más en nosotros que nosotros mismos. Porque tenía Fe y, sin duda, tenía Vida. Él usó su palanca para cambiar el mundo, y vaya si lo cambió.
Creo en ese cambio, en ese poder, en ese esfuerzo. Porque tengo Fe. Y la encuentro allí adonde voy, muchas veces agazapada en perroflautas o ataviada con los brocados más exquisitos. A veces bella, a veces teñida de tristeza. Y la Fe nos lleva a Dios, porque hace de nosotros mejores hombres, mejores seres humanos. De verdad. Con todas las letras, con toda la consciencia y con todo el compromiso.
No me preocupa creer en Dios. Está dentro de mí. Y esa es una experiencia única y dura, pero maravillosa, y bien sabe Él (o Ella) que es reconocible en todos aquellos que, aun entre dudas, no cejan en ser lo mejor que pueden ser, sin importar nada más. Eso es amor. Y Fe. Y Dios es todo eso y mucho más.
Y también me indigno, y también protesto y también quiero un mundo mejor. Y por eso trabajo y me comprometo. Y me gustaría que todos cogiéramos nuestra propia palanca para cambiar al mundo. Y conseguirlo.
Al margen de lo que ha sucedido en Madrid en estos días, del calor insoportable, de la insostenible vacuidad de una sociedad que se pelea consigo misma porque es muy capaz de ver la paja en el ojo ajeno pero nunca la enorme viga que porta el suyo, llevo más de media vida pensando en Dios, la Fe, la Historia y todas las influencias que, ignorantes de su influjo, la cultura heredada de nuestras raíces nos ha hecho ser lo que somos.
Es cierto que desde hace unos pocos años se ha intentado más que nunca confrontar los extremos más que asentarlos, fomentar las diferencias más que encontrar los puntos en común que siempre se tienen. Una forma de política astuta, tan eficaz como otra cualquiera, pero tan efectiva porque es muy difícil no dejarse convencer por alguien que nos dice, desde una posición de poder, que nuestros derechos prevalecen sobre los del resto, que siempre tenemos razón, y que nuestros deberes se diluyen en esa máquina ingente que llamamos Estado, simplemente porque le damos de comer. La degradación de la educación social (no hablemos de la escolarización, que estoy seguro que la gran mayoría de maestros y profesores están preocupados por las reglas con las que les obligan a jugar) es preocupante y genera, en este caldo de cultivo, esta marabunta de conflicto, desorden y demanda. La falta de cultura hace a un pueblo presa fácil de sus representantes, no en vano cualquier régimen dictatorial procura que su población se mantenga lejos de influencias intelectuales ajenas, pues una persona, cuando la dejan pensar, es capaz de cambiar el mundo (Arquímides era más que físico, es decir, meta-físico); y la inercia social, esa tendencia que todos tenemos a pedir sin dar nada a cambio, a vivir sin pensar, en un eterno estado de Peter Pan, no ayudan nada al crecimiento y a la maduración de nuestra forma de pensamiento y, por ende, de nuestras acciones diarias.
Ignoro si en la actualidad existe esa sociedad madura, llena del hartazgo del pensamiento, de los frutos físicos de la cultura, perfecta y por lo tanto finita. No hay ningún país, ni el más aclamado financieramente ni el más social, que haya alcanzado esa perfección anhelada. La violencia perpetrada en Noruega, el índice elevado de suicidios de Suecia, las cloacas oscuras de la estabilidad de Suiza, el mar de oro del que sólo gozan unos pocos de Mónaco, la dureza de una sociedad productiva que aún acarrea (quizá porque no dejamos de recordárselo) muchos fantasmas y un egoísmo creciente de Alemania, la sonrisa melancólica del mar de gigantes de Holanda; la fractura social, llena de brillos y de obscenos claroscuros de Gran Bretaña; ese volcán de grandes diferencias que es Francia; un navío perdido en una singladura demasiado extensa (como sus anhelos) que es Estados Unidos, y la banalidad política de España, demuestran que la Historia se repite pero que evoluciona y que aún estamos demasiado alejados de ese ideal de perfección, porque intereses egoístas y ajenos, y nuestra propia indulgencia, desean que así lo estemos. Que un autor, con cierta clarividencia, pretenda que la sociedad grite indignada ante el cansancio por la ineficacia de sus dirigentes y del ritmo que llevan las cosas, está muy bien. Que hordas de personas piensen que sólo un grito, unos aspavientos, una reunión neo-hippie, sean suficientes para producir en la conciencia de los gobernantes un cambio, está muy bien; resulta conmovedor en una visión panorámica, pero es tan vacua y tan inútil como los libros en los que han pretendido basar su credo de actuación. ¿Por qué todo es fatuo en el movimiento 15M y está destinado a fracasar? Porque no está basado en un cambio real, en un despertar de la consciencia. Es un grito de niño mimado, un clamor de hambre, de sueño; no es un cambio profundo de la propia sociedad. Leer las supuestas exigencias de un movimiento de tal magnitud roza lo increíble; es pedir lo de siempre pero a la vez mucho más. Un movimiento desvirtuado por poderes políticos, manejado en la sombra por poderes políticos, que da más de lo mismo porque pide más de lo mismo, está destinado a morir, flor de un día, como toda explosión de masas basadas en un arrebato apasionado más que un trabajo concienzudo y profundo.
No quiero decir que esas voces discordantes sean inútiles. Todo pensamiento revolucionario es necesario en el mundo. El problema está en que el movimiento de los llamados Indignados no conlleva esa revolución interior, ese deseo de mejorar, sino que clama por perpetuar una situación insostenible, y por mantener el status quo de una sociedad que no quiere pensar por sí misma y, por lo tanto, asumir sus propios errores y sus capacidades, evolucionar y crecer. La verdadera indignación no debería estar enfocada sólo hacia nuestros gobernantes, sino hacia nosotros mismos, como individuos y como sociedad, que han llevado a que esos personajillos de poca monta tomen las riendas de nuestros países, de nuestras políticas y dictaminen nuestros sufrimientos y nuestras capacidades. La verdadera revolución es interior, propia, individual. Y con esa palanca única que germina en nosotros mismos, aunados en sociedad, conseguiremos cambiar el mundo. Es decir: que nuestros dirigentes sean aquello que nos refleje y que su preocupación no sea subirse el sueldo, asegurarse una pensión más que aceptable ni viajar en primera clase, si no en trabajar por el bien común, desde el ayuntamiento más pequeño al más importante, por la estabilidad social (igualdad, que no igualitarismo), por la Salud y por la riqueza bien entendida (que no polarizada) y la unión, llena de diferencias y de contrastes, en un proyecto de vida común y generoso.
La Iglesia es una institución humana. Fundada por seres humanos, llena de sus errores y de sus estrecheces de miras, pero a la vez iluminada por sus sueños, alimentada por el trabajo anónimo y único de millones de seres que creyeron en ella, se polarizaron con ella y la llevaron a su exaltación y a su nadir. Como toda institución humana, poblada de fanatismos y de errores, pero también de buenas acciones y de reflejos de lucha y evolución real. La Iglesia es un símbolo más, tenga el credo que tenga, en el mar de la cultura del hombre. Y sólo es necesaria como parte integradora de la sociedad, pues el período de su poder fáctico y único, como el de cualquier Imperio, ha quedado atrás. Una sociedad evolucionada tiene sed de creencia, tiene sed de Fe. Porque tiene necesidad de trascendencia. La Fe en Dios (empleemos este término como genérico; otra palabra, por lo demás, muy en boga últimamente) está escondida en el interior de todos nosotros. Desde el ateo más recalcitrante hasta el gnóstico más convencido, el deseo de mejorar, el sentido del equilibrio, la lucha por sobresalir, el ansia de igualdad, la pérdida y el fracaso, nos llevan a ese punto último donde todo carece de sentido porque estamos rodeados de él, y en el que todos nos reconocemos y no hay diferencias y no requiere de credos ni de nombres: Dios. Hay personas que necesitan de una invención estructurada de la Fe y de Dios: las religiones están para eso, la Iglesia está para eso. Existen otras que hallan en el desbarajuste del día a día el centro de su estabilidad; otras lo encuentran en el estudio, otras en la actividad física; no pocas en la contemplación y el abandono. Todas son reflejos del mismo ojo, rayos de luz de la misma fuente, refracciones del mismo prisma. Por eso en Dios no se cree, en Dios se vive y se conoce, se suda y se sufre, se evoluciona y se toma consciencia, se reconoce y, a la vez, se inmaterializa, se pierde peso físico pero se gana dimensión espiritual; se pierden las palabras porque se gana en acciones. Y ese axioma que alguien muy sabio dijo ya hace tiempo: Por sus frutos los reconoceréis, toma verdadero cuerpo y gana en toda su auténtica verdad, dos mil años después.
Estamos en un momento único (sí: todos lo son) en el que el desarrollo de la sociedad nos permite y nos exige un cambio más interno que externo, nos obliga a evolucionar a la misma velocidad que la tecnología o la ciencia (ambas, manifestaciones de Dios como todo lo humano); al ser incapaces, o al no querer modificar hábitos de vida a los que estamos muy apegados, tanto individual como colectivamente, caemos en estos conflictos que nos rodean, nos vemos envueltos en revoluciones de inestabilidad y decepción, cuya única salida está en el cambio individual, en la toma de consciencia, en el empleo de nuestro temperamento para tomar las riendas de nuestra propia palanca de vida. Así como en un momento de la Historia un homínido decidió ponerse de pie e iniciar el camino de la bipedestación, ese cambio universal y profundo, así en este momento histórico único, nos vemos abocados a cambiar nosotros mismos, a encontrarnos con aquellas partes de nosotros realmente buenas, verdaderamente soñadoras, pero altamente exigentes y dolorosas, liberadoras y únicas, que nos obliguen a dejar atrás la eterna adolescencia en la que estamos encallados y vivir nuestra vida con la responsabilidad más cierta, la igualdad más certera y la generosidad más extraordinaria, libre de exigencias pero llena de ellas, cargada de responsabilidades pero ligeras y volátiles, y repleta de risas, la verdadera risa que hemos visto brotar tan sincera y tan generosa en aquellos ejemplos recientes que hemos tenido: la madre Teresa, el señor Mandela, entre muchos otros. Estamos en el momento idóneo, aquel en el que, siendo nosotros mismos más que nunca, dejamos atrás nuestros límites, construyendo una sociedad más equilibrada, más generosa, menos exigente y más trabajadora, es decir más madura, con sus problemas solubles, con los dramas de la vida diaria (vivir, morir, enfermar, querer, olvidar, perder, ganar) y la libertad de enfrentarnos a ellos no importan sus orígenes ni sus consecuencias.
Eso es Fe. Eso es Dios. Ese es el verdadero mensaje de todos aquellos pensadores, religiosos o no, que ha habido a lo largo de la Historia. Jesús no se equivocaba, como tampoco Platón o Mahoma o Buda. Abraham cedió mucho de sí antes de comprender, y Moisés se perdió en un desierto que era solo interior. No importa. El Paraíso se perdió, Mesopotamia desapareció, Egipto duerme el sueño eterno, la Atlántida se hundió, el Imperio donde no se ponía el sol se fragmentó; la Industria dejó tras de sí la estela del reino de la cultura pop; el mundo gira y gira y los mismos problemas, con otros disfraces, nos acucian hoy quizá con mayor agudeza (puesto que nos enteramos de todo y sabemos hoy, en la unión de la comunicación, lo que ocurre en el rincón más escondido del planeta) pero que la Humanidad ha encarado desde el principio de los días y que la ha llevado hasta donde estamos hoy, cansados quizá, decepcionados quizá, pero todavía en pie.
Las reuniones de estos días traen ese mensaje. Dejemos a un lado la parafernalia, la liturgia, la manifestación externa. Todo eso no es más que adornos del ego humano. Y la lucha opuesta es un error, pero su mensaje también está muy claro. La Vida real está muy unida a la Fe: la esperanza de un mundo mejor, reflejada en esas personas que admiramos por su serenidad, que nos contagian con su sonrisa y su energía (y que han luchado tanto por alcanzar esas cimas que no son más que meras estaciones de evolución). No hace falta que la ciencia diga que el acto de tener fe o la idea de Dios se formen en esta o en aquella parte del cerebro: no sabemos cómo funciona ese misterioso órgano que rige nuestras vidas. Como nada sabemos de nosotros mismos hasta que nos damos el permiso de luchar, de atisbar y de mejorar. Pero toda construcción humana lleva consigo un compromiso; toda responsabilidad además de prebendas, acarrea ciertas dosis de sacrificio; toda sonrisa, todo logro tiene tras de sí lucha, caída y pérdida. Todo acto humano está lleno de Fe, porque proviene de ese Dios que está dentro de todos y que nos sorprende a cada paso, como a los caminantes de Emaús.
En un periódico de tirada nacional, su editor reflexiona sobre si cree en Dios o no. Es una carta abierta, donde se muestra más real y cercano que nunca. Porque sus preguntas, sus justificaciones y sus demandas son las de todos nosotros. Y no es más humano por hacernos partícipes de sus dudas. Lo es porque tiene esas dudas. Y porque lucha, en su día a día y a su modo, por encontrar respuestas, por mejorar su vida. Y desde aquí me gustaría decirle que esa lucha, que ese afán, que esas interrogantes ya tienen respuesta, y están en su interior. Como están en el de todos nosotros.
Yo no necesito de una estructura secular y fosilizada para recordarme dónde está Dios. Jesús se indignó con los mercaderes del templo, con los sacerdotes de Yahvé, con sus propios discípulos. Quizá Él ha sido el primer Indignado de la Historia. Pero su irritación no nació, como la nuestra, de querer para sí cosas que nos harían más felices, o más fáciles la vida. Su indignación nació de su cansancio por ver que, pese a su magnífico ejemplo, la Humanidad tendía a la molicie, tendía a dejarse arrostrar por su propia comodidad. Porque, como seres humanos, nos negábamos a darnos cuenta que en verdad somos grandes y generosos y que podemos cambiar. Su indignación y rabia ante nuestra pasividad y negatividad por nuestra grandeza, sirvió de acicate para esa regañina y para esos azotes a nuestro espíritu dormido. Él creía más en nosotros que nosotros mismos. Porque tenía Fe y, sin duda, tenía Vida. Él usó su palanca para cambiar el mundo, y vaya si lo cambió.
Creo en ese cambio, en ese poder, en ese esfuerzo. Porque tengo Fe. Y la encuentro allí adonde voy, muchas veces agazapada en perroflautas o ataviada con los brocados más exquisitos. A veces bella, a veces teñida de tristeza. Y la Fe nos lleva a Dios, porque hace de nosotros mejores hombres, mejores seres humanos. De verdad. Con todas las letras, con toda la consciencia y con todo el compromiso.
No me preocupa creer en Dios. Está dentro de mí. Y esa es una experiencia única y dura, pero maravillosa, y bien sabe Él (o Ella) que es reconocible en todos aquellos que, aun entre dudas, no cejan en ser lo mejor que pueden ser, sin importar nada más. Eso es amor. Y Fe. Y Dios es todo eso y mucho más.
Y también me indigno, y también protesto y también quiero un mundo mejor. Y por eso trabajo y me comprometo. Y me gustaría que todos cogiéramos nuestra propia palanca para cambiar al mundo. Y conseguirlo.
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